LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
CUADRAGESIMOSEXTA ENTREGA
XII
(3)
Por la noche, no
resistió a la tentación de ir al carretón de las quitanderas.
No bien se apeó del
caballo vio a la Mandamás. Se hallaba sola, al pie del vehículo. Aprovechando
la noche de calor, había dejado que las mozas se fuesen a retozar en el maizal
del pulpero. Podían hacer una changuita lejos del carretón, y la noche no
estaba perdida para ellas. Apartó el cuero que cerraba el carretón, advirtiendo
a Florita la presencia de don Caseros.
Este hizo sonar la
fusta en sus botas, espantó los perros y se adelantó resueltamente.
Sin más decir subó al
vehículo.
-¿Solita, querida?...
El hombre respiraba
fuerte, como si hubiese hecho un gran esfuerzo para subir.
-Reciencito se jué la
vieja…
Todas las palabras que
siguieron salían enredadas en sus caricias. La tomó de las manos. Como la chica
se las llevase, medrosa, a la proximidad de los senos, aprovechó aquel
acercamiento para acariciárselos con la punta de los dedos. Sonaron sus uñas en
el madrás de la bata ajustada.
A medida que avanzaba
en la conquista, sus palabras se hacían más incoherentes:
-¿Te gusta, mocosa?
Creía haber empezado
bien, pero por momentos le preocupaba su torpeza. Cierto vago temor le cerraba
todos los caminos. Y no podía vencer su incertidumbre. Era su más difícil
aventura.
Sintió correr el sudor
por la frente, rodar gruesas gotas por su pecho velludo. El calor del cuerpo de
la muchacha comenzó a invadirlo, a molestarle. Sin valor para tentar un cambio
de posición, tomó los dedos de una mano de Florita e hizo jugar su pulgar en cada
una de las uñas. Aquella sensación de aspereza lo distrajo un momento. Parecía
hacerle olvidar el calor. Dejaba ir sus ojos por el pedazo de cielo estrellado,
visible entre el cuero y el techo de la carreta. En mala postura, una de sus
piernas comenzó a dormírsele, pero no tenía valor para estirarla. Florita
entregaba sus manos dócilmente al manipuleo sin sentido, mientras fijaba sus
ojos en el blanco pañuelo de seda que el hombre llevaba al cuello. Abstraída,
oyó el tic tac del reloj. Y entre la visión sedosa del pañuelo y el inocente
tictac, le asaltó un sueño avasallador. No había pegado los ojos noches pasadas
y la faena del día había sido ruda. Cabeceó una vez, pero se rehízo al oír el
tic tac del reloj. Ya no distinguía el pañuelo de seda de don Caseros. Cabeceó
dos, tres veces más y se quedó dormida, sintiendo las manos del hombre cerca de
sus senos. Cayó dormida, como cae un pájaro muerto en el vuelo, sobre las zarzas
de un matorral.
Don Caseros la dejó
dormir. Era una solución el sueño de la “botija”, en el embarazoso trance en el
que se hallaba. Don Caseros ya no sabía dónde posar sus manos, qué hacer con la
criatura dormida en sus brazos. No era su amante. Más bien parecía el padre de
la muchacha.
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