LOS
CANTOS DE MALDOROR
CIENTODECIMONOVENA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO QUINTO
3 (1)
El aniquilamiento
intermitente de las facultades humanas, cualquiera que sea la opinión de
vuestro pensamiento, no es un mero conjunto de palabras. Por lo menos no son
palabras cualesquiera. Que levante la mano quien creyere cumplir un acto de
justicia al rogar a un verdugo que lo desuelle vivo. Que alce la cabeza, con la
voluptuosidad de la sonrisa, aquel que voluntariamente ofreciere su pecho a las
balas de la muerte. Mis ojos buscarán las marcas de las cicatrices; mis diez
dedos concentrarán toda su atención en palpar minuciosamente la carne de ese
excéntrico; verificaré si las salpicaduras del cerebro han manchado el raso de
mi frente. ¿No es cierto que un hombre apasionado por semejante martirio no se
encontraría en todo el universo? No sé qué es la risa, lo confieso, ya que
jamás la he experimentado en mí mismo. Sin embargo, ¡cuán imprudente sería
sostener que mis labios nunca se distenderán, si me fuera dado ver a quien
pretendiera que ese hombre existe en alguna parte! Lo que nadie desearía para
su propia existencia me ha tocado en suerte a mí en un desigual reparto. No se
trata de que mi cuerpo nade en el lago del dolor: eso podría pasar. Pero el espíritu
se deseca por una reflexión concentrada y en permanente tensión; croa como las
ranas de un pantano cuando un tropel de voraces flamencos y de garzas
hambrientas descienden sobre los juncos de la ribera. Dichoso del que duerme
apacible en un lecho de plumas, arrancadas de la pechuga del eider, sin darse
cuenta de que se traiciona a sí mismo. Hace ya más de treinta años que no
duermo. Desde el indecible día de mi nacimiento, he consagrado un odio
irreconciliable a los maderos somníferos. Soy yo quien lo ha querido: que no se
culpe a nadie. Pronto, que arrojen de sí la malograda sospecha. ¿Notáis en mi
frente esa pálida corona? La tenacidad la tejió con sus dedos descarnados. En
tanto que un resto de savia abrasadora corra por mis huesos como un torrente de
metal fundido, no dormiré. Noche tras noche obligo a mis ojos lívidos a
contemplar las estrellas a través de los cristales de mi ventana. Para estar
más seguro de mí mismo, una astilla mantiene separados mis párpados hinchados.
Cuando surge la aurora me encuentra en la misma postura, el cuerpo erguido
apoyado verticalmente contra el yeso de la fría pared. Sin embargo, me sucede a
veces que sueño, pero sin perder ni en un solo instante el vivo sentimiento de
mi personalidad y la libre facultad de moverme. Sabed que a la pesadilla que se
oculta en los rincones fosfóricos de la sombra, a la fiebre que palpa mi rostro
con su muñón, a cada animal impuro que alza su garra sangrienta, pues bien, es
mi voluntad la que hace girar a todos ellos para proveer de alimento estable a
su perpetua actividad. En efecto, átomo que se venga en su extrema flaqueza, el
libre albedrío no tiene empacho en afirmar con enérgica autoridad, que no
figura el embrutecimiento entre sus hijos: aquel que duerme es inferior a un
animal castrado la víspera. Aunque el insomnio arrastre hacia lo profundo de la
fosa esos músculos que ya desprenden un aroma a ciprés, jamás la blanca catacumba
de mi inteligencia abrirá sus santuarios para que el Creador los contemple.
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