ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
SEXAGESIMOPRIMERA ENTREGA
Cuando componía música o, mejor,
cuando improvisaba, sobre todo en el órgano, era cuando volcaba su corazón y
llegaba a las regiones de que provenía y en las que él, y tal vez sólo él,
estaba como en su casa. Mucha de la magnífica músicas que fluyó de él no la
volverá a oír ningún oído humano; no salía de él más que una sola vez,, no la
escribió nunca y se perdió para siempre, como él mismo, más tarde, en la
armonía del cielo. Solamente una reducida comunidad de vivientes le oyó tocar
esa música, y esas personas escuchaban, absortas, la variedad celestial de
voces que fluía de su alma y de sus manos; pero cuando tales seres dejen este
mundo, se habrá perdido hasta el recuerdo de esa música, y ese es un motivo de
gran tristeza para mí.
Algunos de los discípulos de
Sebastián, cuya capacidad para juzgarla demostraron con su vida, me han dicho
que esa música que lanzaba al aire y, después de ser repetida por el eco, se
volvía a perder en el silencio, era más maravillosa que todo lo que ha escrito,
por muy sobrehumanamente hermosa que sea la música que ha dejado. Y este hecho
nos muestra una extraña contradicción en el modo de ser de Sebastián. En todas
las cosas de la vida diaria era cuidadoso, meticuloso y económico; sólo
componiendo música era de una generosidad que casi llegaba a la dilapidación.
No hay que olvidar, sin embargo, que esa riqueza, aunque era un don divino,
suponía un trabajo duro y constante, un trabajo que duró desde su primera
juventud hasta su muerte. Nunca descansó su espíritu en la idea de la propia
satisfacción y jamás cesó de seguir corrigiendo su música; hasta cuando se
hallaba moribundo, le vi ocupado en esa labor y sentí profundamente la verdad
de las palabras del Eclesiastés: “El ensueño nace de la multitud de las
ocupaciones”.
Esa debía ser la causa de que la
misma musa de la música pareciese sonar en sus manos cuando su espíritu se
derramaba en improvisaciones y de que el tiempo se detuviese para los que le
escuchaban. A los que no le oyeron, les es imposible imaginarse la fuerza y la
belleza tan extraordinaria de sus improvisaciones. Sin embargo, puedo repetir
una descripción que hacía Juan Kirnberger en una carta que escribió a un amigo
y, que, por la bondad de este, ha llegado a mis manos:
“Cuando el señor Cantor se sentaba al
órgano, fuera de las horas del servicio divino, a lo que le incitaban con
frecuencia forasteros amantes de la música, elegía generalmente un tema y lo
tocaba, lo transformaba en todas sus formas posibles para la ejecución en el
órgano, y su fantasía era tan poderosa que, muchas veces, seguía la obra
durante dos o más horas. Luego lo variaba, cambiando los registros, y lo tocaba
como trío, como cuarteto y sólo Dios sabe de cuántas maneras. Después seguía un
coral y, en su melodía, volvía a aparecer el primer tema a tres o cuatro voces
diferentes y con variaciones abundantes y complicadas. Y el final consistía en
una fuga a pleno órgano, en la que, o bien dominaba el mismo tema inicial nuevamente
arreglado o, según su carácter, se continuaba en dos o tres temas derivados del
primitivo”.
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