14/8/17

ESTHER MEYNEL


LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH



SEXAGESIMOPRIMERA ENTREGA



Cuando componía música o, mejor, cuando improvisaba, sobre todo en el órgano, era cuando volcaba su corazón y llegaba a las regiones de que provenía y en las que él, y tal vez sólo él, estaba como en su casa. Mucha de la magnífica músicas que fluyó de él no la volverá a oír ningún oído humano; no salía de él más que una sola vez,, no la escribió nunca y se perdió para siempre, como él mismo, más tarde, en la armonía del cielo. Solamente una reducida comunidad de vivientes le oyó tocar esa música, y esas personas escuchaban, absortas, la variedad celestial de voces que fluía de su alma y de sus manos; pero cuando tales seres dejen este mundo, se habrá perdido hasta el recuerdo de esa música, y ese es un motivo de gran tristeza para mí.


Algunos de los discípulos de Sebastián, cuya capacidad para juzgarla demostraron con su vida, me han dicho que esa música que lanzaba al aire y, después de ser repetida por el eco, se volvía a perder en el silencio, era más maravillosa que todo lo que ha escrito, por muy sobrehumanamente hermosa que sea la música que ha dejado. Y este hecho nos muestra una extraña contradicción en el modo de ser de Sebastián. En todas las cosas de la vida diaria era cuidadoso, meticuloso y económico; sólo componiendo música era de una generosidad que casi llegaba a la dilapidación. No hay que olvidar, sin embargo, que esa riqueza, aunque era un don divino, suponía un trabajo duro y constante, un trabajo que duró desde su primera juventud hasta su muerte. Nunca descansó su espíritu en la idea de la propia satisfacción y jamás cesó de seguir corrigiendo su música; hasta cuando se hallaba moribundo, le vi ocupado en esa labor y sentí profundamente la verdad de las palabras del Eclesiastés: “El ensueño nace de la multitud de las ocupaciones”.


Esa debía ser la causa de que la misma musa de la música pareciese sonar en sus manos cuando su espíritu se derramaba en improvisaciones y de que el tiempo se detuviese para los que le escuchaban. A los que no le oyeron, les es imposible imaginarse la fuerza y la belleza tan extraordinaria de sus improvisaciones. Sin embargo, puedo repetir una descripción que hacía Juan Kirnberger en una carta que escribió a un amigo y, que, por la bondad de este, ha llegado a mis manos:



“Cuando el señor Cantor se sentaba al órgano, fuera de las horas del servicio divino, a lo que le incitaban con frecuencia forasteros amantes de la música, elegía generalmente un tema y lo tocaba, lo transformaba en todas sus formas posibles para la ejecución en el órgano, y su fantasía era tan poderosa que, muchas veces, seguía la obra durante dos o más horas. Luego lo variaba, cambiando los registros, y lo tocaba como trío, como cuarteto y sólo Dios sabe de cuántas maneras. Después seguía un coral y, en su melodía, volvía a aparecer el primer tema a tres o cuatro voces diferentes y con variaciones abundantes y complicadas. Y el final consistía en una fuga a pleno órgano, en la que, o bien dominaba el mismo tema inicial nuevamente arreglado o, según su carácter, se continuaba en dos o tres temas derivados del primitivo”.

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