ESCRITOS DE HORACIO QUIROGA
CUADRAGESIMOSEXTA
ENTREGA
El caso Lugones – Herrera y Reissig
(*) (2)
El
señor Fombona hace constar aquí, del modo más incontrovertible, que mientras
los sonetos aludidos de Herrera y Reissig aparecían desde 1900 a 1904, Los crepúsculos del jardín veían la luz
pública en 1905.
En
todo lo transcripto, el ilustre escritor venezolano tendría razón también
ilustre, si las razones cronológicas por él invocadas no probaran lo contrario.
El error del señor Blanco Fombona consiste en atribuir a la fecha de aparición
de un libro compuesto de recopilaciones, la fecha real de aparición de cada uno
de sus poemas. Los Doce Gozos, pieza
de litigio en este caso, vieron la luz pública a comienzos de 1898, en la
Revista La Quincena, de esta capital.
Cuándo fueron escritos, lo ignoro, pero ostensiblemente y de acuerdo con las
razones sicocronológicas del autor venezolano, antes de ser impresos. Si el
primer soneto del género gozo, en
Herrera y Reissig, lleva fecha de 1900, no fue tarea fácil para Lugones hurgar
en la mente de su colega, con dos años de anticipación, el tema y procedimiento
de poemas que aun no existían.
En
realidad, esto debía tener aquí punto final. Pero atengo al hecho de haber
mediado en la contienda más de un escritor ilustre a la par del señor Blanco
Fombona, con su mismo espíritu justiciero; visto que entre nosotros mismos
dichos cargos tornan a insinuarse cada vez que de Herrera y Reissig se trata,
habiéndome, por fin, las circunstancias concedido asistir muy de cerca a la
gestación de este problema, creo de mi deber agregar algunas líneas.
Yo
tuve, en efecto, una amistad muy estrecha con Herrera y Reissig durante este
peligroso período. Nos veíamos entonces con gran frecuencia, en su casa, que no
era todavía la Torre de los Panoramas, o en la mía, que era sólo una pieza. En
una y otra leíamos mutuamente nuestros versos, con tanto mayor entusiasmo
cuanto que en aquellos días -a mediados de 1900- ambos creíamos poseer también
una sensibilidad nueva, totalmente extraña al medio ambiente.
La
poesía de Herrera y Reissig orbitaba entonces alrededor de Darío. La mía sufría
la influencia de los franceses y, en particular, de la de Lugones, precisamente
de Los Doce Gozos.
Pues
bien: Herrera y Reissig no conocía esos sonetos cuando trabé relación con él.
Amiraba mucho a Lugones, el de Las
Montañas de Oro, Gesta Magna y otros poemas de su primera época. El Ramillete, El Solterón, y Los doce Gozos le eran desconocidos.
Figurémonos
entonces la gloria de Herrera y Reissig cuando puse en sus manos los ejemplares
de las revistas Iris y La Quincena en que aquellos habían
aparecido. Uno y otro sabíamos de memoria tales versos. Tanto los sabíamos que
el entusiasmo levantado en nosotros mismos por nuestros propios sonetos no
advertía su procedencia, perceptible desde cien leguas. Un año más tarde yo no
escribía más versos. Herrera y Reissig, al fin poeta, continuó haciéndolos hasta
su muerte.
Pero
yo no creo que los triunfos de su madurez le hayan devuelto la alegría de
nuestros comienzos, nuestra inconmensurable fe, no como poetas -Dios me
perdone-, sino como poseedores de una nueva, incomprensible y pasmosa
sensibilidad.
Estos
recuerdos reviven ahora en mí la memoria de aquel gran muchacho, que ya los
años desvanecían. No aprendíamos novedad literaria que no fuera yo a
comunicársela a él, mientras tomábamos mate, o acudiendo él a casa, donde
tocaba en la guitarra una melodía de Vieux temps, cantándola con voz mala y
llena de calor. No usaba entonces de morfina, ni excitante alguno. Como
rarezas, sólo ostentaba dos: un hermano misterioso, en quien creía más que en
sí mismo, y un gran colchón que le vi usar de frazada. Bajo él, y sentado a
medias en la cama, sufría ya de las palpitaciones de corazón que debían de
llevarlo a la tumba. Nunca conocí hombre más exagerado para el elogio, ni más
parco para la diatriba. De los versos que no le agradaban decía sólo,
removiendo los dedos: “Musiquitas… versitos…” De las personas que amaba, decía,
invariablemente, que tenían un talento más grande que la Iglesia Matriz. A un
chico tan modesto como asustado le vi sacudirle el hombro una y diez veces,
mientras le aseguraba a gritos que el genio no le cabía dentro de la cabeza.
A
pasear, Herrera y Reissig salía muy poco. Cuando lo hacía, era, en son de
ataque, con sus colegas neosensitivos. Recuerdo así habernos encontrado una
tarde, en marcial terceto, Herrera y Reissig con sus guantes nuevos y sus
botines antagónicos de siempre, Roberto de las Carreras con un orioncillo de
cloro verde cotorra, y yo con un sombrero boer cuya cinta de cloro oro rabioso
pendía en lazo por bajo del ala. Teníamos entonces veinte años, bien frescos.
Mi
amistad con Herrera y Reissig fue, a pesar de todo, más breve y literaria de lo
que ambos hubiésemos creído. En 1901 yo dejaba Montevideo; y al año siguiente,
de paso por aquella ciudad, me vi aun con mi amigo. Cuatro años más tarde, y en
iguales circunstancias, caminos juntos un par de horas. Pero ya no nos
entendíamos. Nuestro modo de sentir en arte había variado. Faltos de este lazo,
nuestro afecto tan sensible al evocarlo en este momento, no lo hallamos más al
vernos frente a frente.
(*)
Publicado en El Hogar, Bs. As., año
21, nº 822, 17 de julio de 1925.
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