CARLOS
CASTANEDA
LAS
ENSEÑANZAS DE DON JUAN
(Una
forma yaqui de conocimiento)
CUADRAGESIMOSÉPTIMA
ENTREGA
PRIMERA
PARTE
“LAS
ENSEÑANZAS”
V
(3)
Domingo,
21 de abril, 1963 (1)
El 17 de abril, a eso de
las 8 de la mañana, don Juan y yo empezamos a colar con agua el extracto de
raíz. Era un día claro, soleado, y don Juan interpretó el buen tiempo como
augurio de que yo le simpatizaba a la yerba del diablo; dijo que, conmigo allí,
nada se acordaba de lo mala que la yerba había sido con él.
El procedimiento que
seguimos para filtrar el extracto de raíz fue el mismo que yo había observado
para la primera parte. Al atardecer, tras vaciar el agua de encima por octava
vez, quedó en el fondo del recipiente una cucharada de sustancia amarillenta.
Volvimos al cuarto de don
Juan, donde aun había dos bolsitas sin tocar. Abrió una, metió la mano y con la
otra plegó el extremo abierto en torno de su muñeca. Parecía estar sosteniendo
algo, a juzgar por la forma cómo su mano se movía dentro de la bolsa. De
pronto, con un movimiento rápido, peló la bolsa de su mano como quitándose un
guante, volteándola al revés, y acercó la mano a mi rostro. Estaba sosteniendo
una lagartija. La cabeza del animal se hallaba a pocos centímetros de mis ojos.
Había algo extraño en el hocico. Observé un momento, y luego me retraje
involuntariamente. El hocico de la lagartija estaba cosido con puntadas toscas.
Don Juan me ordenó coger la lagartija con la mano izquierda. La aferré; se
revolvió contra mi palma. Sentí náuseas. Mis manos empezaron a sudar.
Don Juan tomó la última
bolsa y, repitiendo los mismos movimientos, extrajo otra lagartija. También la
acercó a mi cara. Vi que los ojos del animal estaban cosidos. Me ordenó coger
esta lagartija con la mano derecha.
Para cuando tuve ambas
lagartijas en las manos, me hallaba a punto a vomitar. Tenía un deseo
avasallador de dejarlas caer y largarme de allí.
-¡No las apachurres! -dijo,
y su voz me trajo un sentido de alivio y de propósito. Preguntó qué me pasaba.
Trataba de estar serio, pero no pudo contener la risa. Intenté aflojar las
manos, pero sudaban tan profusamente que las lagartijas, retorciéndose,
empezaron a escapárseme. Sus garritas agudas arañaban mis manos, produciendo
una increíble sensación de asco y náusea. Cerré los ojos y apreté los dientes.
Una de las lagartijas ya se deslizaba a mi muñeca; sólo necesitaba de un tirón
para sacar la cabeza de entre mis dedos y quedar libre. Yo experimentaba una
sensación peculiar de desesperación física, de incomodidad suprema. Gruñía a
don Juan, entre dientes, que me quitara esas porquerías. Mi cabeza se sacudía
involuntariamente. Él me miró con curiosidad. Gruñí como un oso, sacudiendo el
cuerpo. Don Juan echó las lagartijas en sus bolsas y empezó a reír. Yo quería
reír también, pero tenía el estómago revuelto. Me acosté.
Le expliqué que lo que me
había afectado era la sensación de las garras en mis palmas; él dijo que muchas
cosas podían volver loco a un hombre, sobre todo si no tenía la decisión, el
propósito necesario para aprender, pero cuando un hombre poseía una intención
clara y recia, los sentimientos no resultaban en modo alguno un obstáculo, pues
era capaz de controlarlos.
Don Juan esperó un rato y
entonces, repitiendo los mismos movimientos, me entregó de nuevo las
lagartijas. Me dijo que alzara sus cabezas y las frotara suavemente contra mis
sienes, mientras les preguntaba cualquier cosa que quisiera saber.
Al principio no comprendí
qué deseaba de mí. Me dijo otra vez que preguntara a las lagartijas cualquier
cosa que yo no pudiese averiguar por mí mismo. Me dio toda una serie de
ejemplos: podía yo descubrir cosas sobre personas que por lo común no veía, o sobre
objetos perdidos, o sobre sitios que no conociera. Entonces advertí que se
refería a la adivinación. Me puse muy
excitado. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Sentí que perdía el aliento.
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