10/12/17

CARLOS CASTANEDA

LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN
                                                                                              
(Una forma yaqui de conocimiento)


CUADRAGESIMOSÉPTIMA ENTREGA


PRIMERA PARTE
“LAS ENSEÑANZAS”


V (3)

Domingo, 21 de abril, 1963 (1)


El 17 de abril, a eso de las 8 de la mañana, don Juan y yo empezamos a colar con agua el extracto de raíz. Era un día claro, soleado, y don Juan interpretó el buen tiempo como augurio de que yo le simpatizaba a la yerba del diablo; dijo que, conmigo allí, nada se acordaba de lo mala que la yerba había sido con él.


El procedimiento que seguimos para filtrar el extracto de raíz fue el mismo que yo había observado para la primera parte. Al atardecer, tras vaciar el agua de encima por octava vez, quedó en el fondo del recipiente una cucharada de sustancia amarillenta.


Volvimos al cuarto de don Juan, donde aun había dos bolsitas sin tocar. Abrió una, metió la mano y con la otra plegó el extremo abierto en torno de su muñeca. Parecía estar sosteniendo algo, a juzgar por la forma cómo su mano se movía dentro de la bolsa. De pronto, con un movimiento rápido, peló la bolsa de su mano como quitándose un guante, volteándola al revés, y acercó la mano a mi rostro. Estaba sosteniendo una lagartija. La cabeza del animal se hallaba a pocos centímetros de mis ojos. Había algo extraño en el hocico. Observé un momento, y luego me retraje involuntariamente. El hocico de la lagartija estaba cosido con puntadas toscas. Don Juan me ordenó coger la lagartija con la mano izquierda. La aferré; se revolvió contra mi palma. Sentí náuseas. Mis manos empezaron a sudar.


Don Juan tomó la última bolsa y, repitiendo los mismos movimientos, extrajo otra lagartija. También la acercó a mi cara. Vi que los ojos del animal estaban cosidos. Me ordenó coger esta lagartija con la mano derecha.


Para cuando tuve ambas lagartijas en las manos, me hallaba a punto a vomitar. Tenía un deseo avasallador de dejarlas caer y largarme de allí.


-¡No las apachurres! -dijo, y su voz me trajo un sentido de alivio y de propósito. Preguntó qué me pasaba. Trataba de estar serio, pero no pudo contener la risa. Intenté aflojar las manos, pero sudaban tan profusamente que las lagartijas, retorciéndose, empezaron a escapárseme. Sus garritas agudas arañaban mis manos, produciendo una increíble sensación de asco y náusea. Cerré los ojos y apreté los dientes. Una de las lagartijas ya se deslizaba a mi muñeca; sólo necesitaba de un tirón para sacar la cabeza de entre mis dedos y quedar libre. Yo experimentaba una sensación peculiar de desesperación física, de incomodidad suprema. Gruñía a don Juan, entre dientes, que me quitara esas porquerías. Mi cabeza se sacudía involuntariamente. Él me miró con curiosidad. Gruñí como un oso, sacudiendo el cuerpo. Don Juan echó las lagartijas en sus bolsas y empezó a reír. Yo quería reír también, pero tenía el estómago revuelto. Me acosté.


Le expliqué que lo que me había afectado era la sensación de las garras en mis palmas; él dijo que muchas cosas podían volver loco a un hombre, sobre todo si no tenía la decisión, el propósito necesario para aprender, pero cuando un hombre poseía una intención clara y recia, los sentimientos no resultaban en modo alguno un obstáculo, pues era capaz de controlarlos.


Don Juan esperó un rato y entonces, repitiendo los mismos movimientos, me entregó de nuevo las lagartijas. Me dijo que alzara sus cabezas y las frotara suavemente contra mis sienes, mientras les preguntaba cualquier cosa que quisiera saber.



Al principio no comprendí qué deseaba de mí. Me dijo otra vez que preguntara a las lagartijas cualquier cosa que yo no pudiese averiguar por mí mismo. Me dio toda una serie de ejemplos: podía yo descubrir cosas sobre personas que por lo común no veía, o sobre objetos perdidos, o sobre sitios que no conociera. Entonces advertí que se refería a la adivinación. Me puse muy excitado. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Sentí que perdía el aliento.

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